Hola, soy tomi
Punto de partida: nací en Buenos Aires.
Fui a una escuela técnica, cursaba todo el día, me aburrí de los talleres y dejé de prestar atención. Repetí. Estudié cocina y me aburrí en cuarto año. Dejé.
Primer hito: me casé.
Intenté estudiar Comunicación y no pude aprobar Semiología en dos años. Dejé.
Segundo hito: adopté un can.
Como extrañaba los talleres de redacción de la facu, me anoté en una tecnicatura para ser redactor y esa sí la terminé.
Corregí muchos libros, edité otra cantidad, escribí varios como fantasma y trabajé con autores de diferentes temáticas: ficción, teología, liderazgo, educación, y crecimiento personal. Cada tanto ayudo a estudiantes de posgrado a terminar la tesis, que es casi como escribir un libro.
Tercer hito: me mudé a Córdoba.
Me gustan todas las actividades que nos hacen perder el tiempo productivo, las inútiles pasiones. Veo a River, leo, a veces me engancho con videojuegos, escribo, me voy en viajes mentales, observo a los sapos comer, me extravío por Internet investigando cómo funciona el corazón de una lombriz, me junto con amigos, cocino. La cocina es mi otro arte favorito.
Cuarto hito: una vez escuché a una motociclista, entrevistada para un programa de radio, responder, cuando le preguntaron por qué afirmaba que era feliz: “Porque no me preocupo por nada”. A partir de ese día quise ser como ella. Creo que una buena dosis de hedonismo está muy bien.
Si consideramos los privilegios que tenemos vos y yo, probablemente podamos darnos el lujo de no preocuparnos por -casi- nada. Por ejemplo: en lugar de preocuparte y vivir frustrado porque no podés mantener el hábito de escribir, te sumás a El Nido y el 80% de tu problema está resuelto. El 20% es tu responsabilidad (tampoco hacemos magia).
Si pensás en un nido capaz no es el mismo que imagino yo, pero sabés de qué te hablo. Eso se llama signo lingüístico.
yo soy emi
Nací en Córdoba Capital. Soy la quinta hija de seis hermanos. La familia numerosa fue siempre un lugar común y hermoso donde la palabra y los relatos se hacían eco. Historias de inmigración constituyen mi identidad: mi abuela paterna cruzó el mar a los 7 años, y la otra sufrió los avatares de la Segunda Guerra Mundial. Historias que se conectan con el interior del interior argentino, por Santiago Temple, en Río Segundo; o por algunos pueblitos del Chaco.
Transito incluso con los relatos, también, de un tal Saúl Taborda, partícipe e ideólogo de la reforma universitaria. Tío de mi abuelo paterno, referente de las ideas de una educación comunal y de un profundo humanismo.
En esa atmósfera de historias, de relatos, de textos que habitan en mí y en mis silencios, se fue delineando –quizás– un interés muy fuerte por la palabra.
Tengo dos recuerdos muy patentes de la infancia: uno, referido a un libro enorme que nos leía la maestra en la guardería. De ahí devino el pedido a mis padres de un libro similar que aún conservo. El segundo recuerdo son mis ansias de aprender a leer y a escribir. Pasaba el tiempo mirando a mis hermanos mayores dominar esas habilidades, y eso me generaba una fascinación particular.
Más tarde, en los años adolescentes, buscaba leer libros para incorporar palabras nuevas. Tenía un cuaderno exclusivo para registrar esos términos. Pero, además, prestaba especial atención a cómo escribían algunos escritores. El primero fue García Márquez. Leí muchas veces Los funerales de mamá grande.
Luego, me inscribí en la carrera de Letras Modernas en la Facultad de Filosofía y Humanidades, en la UNC. Allí aprendí el oficio de leer. Leer de otra manera, con otros sentidos, incluso leer mi propia historia.
Desde aquellos días me dedico a la docencia en la escuela media. Dirigí un taller de Literatura Latinoamericana y brindé espacios de lectura y escritura a personas en situación de calle. Me formé en cursos de narración oral.